En esta página se encontrarán con cuentos de: misterio, suspenso, fantásticos y de terror. También de aventuras y humor, y pequeños fragmentos de dos novelas. Pueden dejar sus comentarios.


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Saludos.

miércoles, 26 de octubre de 2011

Capítulo I – Parte 5. La transformación


(De la novela Historia de un niño-lobo)

Un rato después, comenzó a sentir que se le estiraba la piel. Le parecía que sus manos se agrandaban, se empezó a tocar y sintió que tenía pelos en todas partes. No podía pensar en nada, estaba como confundido. Sintió que sus orejas, cuando rozaban la almohada, eran distintas. No se animó a prender de nuevo la vela, se levantó arrimándose a la ventana, donde la luna alumbraba con toda intensidad y entonces ya no le quedó ninguna duda, la transformación había comenzado, ya se estaba convirtiendo en lobisón. Se tocó la cara y la sintió extraña. Quiso llorar y no pudo, quiso mirarse los pies, y fue como si le hubieran arrancado los pensamientos.
Cuando reaccionó estaba corriendo por el costado de un camino. No sabía hacia donde iba pero se sentía bien, con mucha fuerza y ganas de cualquier cosa, disfrutaba de esa carrera en medio del campo y de la noche, con esa grandísima luna llena. Comprendió también que corría como... ¡¡¡si fuera un perro!!! y no como una persona; tenía cuatro patas, pelos por todas partes... pensó…
¡¡¡Soy un lobisón!! -quiso gritar y llorar y...
-Aaaaaauuuuuuuuuuuuu, aaauuuuuuuuuuu!!!! –comenzó a aullar.
No entendía porque podía pensar como una persona y cuando quería hablar o gritar le salía un aullido. Corrió sin parar, sin saber hacia donde corría. De repente… lo entendió todo, era un lobisón, un animal con cuatro patas, cola, hocico, y lo que es peor, era consciente de eso.
Hizo un trechito más y vio el caserío donde estaba el almacén, unas cuatro o cinco casas más y la escuela, su escuela, donde iba todos los días a la mañana.
Cuando ya estaba muy cerca, a unos cincuenta metros, los perros empezaron a ladrar y aullar como si tuvieran miedo. Todos ladraban desesperadamente, pero ninguno salía a enfrentarlo. De pronto vio que por una puerta, al costado del almacén, salió alguien que en una mano tenía una linterna con la que alumbraba, y en la otra llevaba una escopeta. Se sentía con muchos poderes, podía sentir el menor ruido a la distancia, podía ver casi en la oscuridad, y oler cualquier cosa por más rara que sea.
Eduardo se metió entre el espartillo, se agazapó para que no lo vieran y para no ligar un tiro; entonces el hombre empezó a retar a los perros para que se callaran, pero estos seguían como gimiendo por el terrible miedo y porque querían avisarle a su dueño, que algo había. El lobisón se quedó quieto por unos instantes, hasta que el hombre, después de revisar los alrededores y de alumbrar para todas partes, entró nuevamente a la casa. Los perros se callaron.
Después de unos minutos, el lobisón se dirigió sigiloso hacia el gallinero de la casa de los Pérez, que estaba a unos doscientos metros del almacén, y otra vez se armó un gran batifondo. Los perros empezaron a ladrar como locos, las gallinas cacareaban y los gansos gorjeaban. Ahí ya no dudó, tomó carrera y de un gran salto, pasó limpito el tejido que tenía un metro y medio de alto y cayó entre las gallinas y los gansos. Se armó un revuelo que casi termina asustándose él mismo. Sin perder tiempo y de un zarpazo agarró la primera gallina que se le cruzó y con su gran boca y sus afilados colmillos, le partió el cuello de un mordiscón. Con la gallina muerta en la boca volvió a saltar el tejido y emprendió una veloz carrera campo adentro. Con el tole-tole que se armó, los perros no paraban de ladrar y gemir, las gallinas se habían vuelto locas, y el dueño de casa se levantó y salió a ver que pasaba, y ahí nomás les gritó,
-¡Juira perro! ¡Juira! Seguro que son esas comadrejas de porquería… –mientras recorría los alrededores de la casa.
Lo único que encontró fue un gran alboroto de todos los animales. Entonces se dirigió hacia el gallinero y cuando alumbró para adentro encontró lo que sospechaba, había plumas desparramadas por el piso y un gran reguero de sangre.
-Comadreja hijuna gransiete, si te agarro te hago volar la cabeza...
A unos cien metros, sobre una lomita de tierra blanca, el lobisón se devoraba a la gallina. Se la comió con plumas y todo. Después volvió a acercarse al caserío, porque se le ocurrió una idea. Quería recorrer su escuela, quería ver desde la ventana su aula, su banco, el pizarrón, quería percibir el olor a tiza y tinta que siempre había en su aula y sobre todo, quería saber como se sentiría mirando todo eso como un lobisón.
Se acercó con mucho sigilo, pero los perros de los alrededores igual empezaron a ladrar. Llegó hasta la ventana del aula de séptimo grado, y se paró en dos patas; acercó el hocico contra el vidrio y con la claridad que daba la luna y su aguda visión, pudo ver todas esas cosas que le eran tan familiares. Quiso llorar, empezó a gemir, sintió miedo de no poder convertirse nuevamente en humano, y de no poder regresar a su escuela para estar con sus compañeros. Una profunda tristeza lo invadió. De un salto dio media vuelta y empezó a correr para su casa, no sabía que hacer, ni cuanto le duraría la transformación. Pensó que no podía volver en ese estado a su pieza. Recordó haber leído que antes del amanecer, comenzaría nuevamente la transformación inversa, entonces no quiso alejarse demasiado (…)

Capítulo 3. Llegan las criaturas celestes


(De la novela Criaturas celestes)

Hacia el anochecer, don Rigoberto atizaba el fuego de la vieja cocinita a leña mientras su esposa preparaba la masa para unos chipá-cueritos. Los niños desgranaban maíz y de repente los perros comenzaron a ladrar, pero no bravamente, sino como perros chicoteados, como si se estuvieran quejando o advirtiendo sobre algo. Una especie de lamento canino. Don Rigoberto se asomó a la puerta de la cocinita, iluminando hacia fuera con su pequeño candil. Lo que vio lo dejó mudo.
Eran tres criaturas de color azul brillante, de aproximadamente un metro y medio de estatura, muy cabezonas, con las cabezas en forma de zapallos, que tenían dos ojos saltones y amarillos de un lado —uno grande y otro chiquito— y un solo ojo de color rojo —tamaño mediano— del otro lado. Todos los ojos emitían luz. A cada lado de la cabeza se veían dos orejas, o algo así. Lo que parecían nariz y boca eran muy chiquitas y raras. Los cuerpitos eran raquíticos y los bracitos y piernitas, como palos de escoba, pero las manos y pies, eran robustos. Tenían una capa que les caía desde la espalda hasta el piso. Desde las cabezotas, salían dos antenitas que en sus puntas tenían luces intermitentes de color azul.
Las tres criaturas estaban paradas y absolutamente quietas, mirando a don Rigoberto. Los perros les ladraban desde unos diez metros, con mucho temor y sin la menor intención de acercarse.
Don Rigoberto retrocedió asustado hacia su cocinita, exclamando:
—¡Virgen Santa!
Alertada toda la familia, se asomaron en conjunto para observar el exterior. Los niños proferían exclamaciones de admiración, susto y curiosidad; la mujer –con bastante julepe- se persignó y juntó las manos en plegaria; don Rigoberto habló:
—¿En qué les puedo servir, muchachos...?
—Bip... bip.  —fue la respuesta de una de las criaturas.
Los niños reían y ora miraban a las criaturas, ora a sus padres. La mujer, temerosa, trataba de abrazar a sus tres hijos. El hombre habló de nuevo:
—Bueno... mejor me dicen qué andan buscando, no quiero perder la paciencia. Ustedes deben ser la gente que estaba esperando la milicada...
—Bip... bip.
—Bueno... vamos a dejarnos de embromar; o me dicen qué quieren o se mandan a mudar...
Y la criatura más cabezona se llevó la mano derecha al pecho y apretó un botoncito marrón. Al instante, sus tres ojos comenzaron a titilar, adquiriendo mayor luminosidad. Con voz metálica habló:
—Bip bip. Procesando idioma bip. Identificado idioma español bip. Proceso completado bip bip. Activando bip. Buenas noches, señor bip. Venimos en son de paz bip. No haremos daño bip. No nos hagan daño bip.
La familia estaba muda. Con ojos y bocas muy abiertas, miraban y escuchaban a esos seres. Don Rigoberto tragó saliva y habló:
—Quédese tranquilo, don... ¿cómo es su gracia?
—Bip ¿Gracia? Bip. Elegancia bip. Gentileza bip. Buscando sinónimos y otras acepciones bip bip bip...
—Escuche, don... yo sólo le preguntaba cómo se llama usted, o sea su nombre...
—Bip. Comprendido bip. Mi identificación es Unidad Ununilio bip.
—¿Eeh...? ¿Ése es su nombre...?
—Bip Ésa es mi identificación bip. Ésta es la Unidad Unununio bip —dijo señalando a la criatura que estaba a su derecha—, y ésta es la Unidad Ununquadio bip —señalando a la otra criatura—. Somos Unidades Primordiales Ununhexianas del Sistema bip.
—Pero... qué nombres tan raros tienen. Y... dígame don Unjulio,
—Bip. Disculpe bip. Soy la Unidad Ununilio bip. Ésa es mi identificación correcta bip.
—Sí... disculpe, don Unidá, ¿y qué piensan hacer por estos lados, piensan quedarse mucho tiempo por aquí...?
—Bip. Estamos en misión de reconocimiento desde hace dos mil años bip.
—¡Eeh! ¡No me embrome don Unidá! A nosotros nos dijo la policía que ustedes iban a venir de no sé dónde y que se iban a largar por un tobogán... yo no le creí mucho a esta gente porque... Y ya que estamos dígame ¿están viniendo de la luna o son marcianos?
—Bip. Nuestro planeta de origen es Ununhexio bip. De la Galaxia Ununoctio bip. Una constelación galáctica muy alejada de vuestro Sistema Solar bip. La distancia desde aquí hasta nuestro planeta es de cinco millones de años-luz, según la escala de mediciones espaciales que utilizan bip.
Y don Rigoberto miraba extrañado y con la boca muy abierta a esos increíbles seres, y escuchaba sin comprender absolutamente nada esos rarísimos nombres y esas cifras astronómicas.
—Bip. Estamos aquí desde hace dos mil años observando la actividad que se desarrolla en todo el planeta Tierra bip. Durante todo este tiempo nos mantuvimos en el espacio y sólo hemos establecido Contacto Visual con vuestro planeta bip. Hemos estado sobrevolando la estratósfera y ésta es la primera vez que aterrizamos bip.
—¿O sea que ustedes andan por aquí, más o menos desde la época de nuestro señor Jesucristo?
—Bip. Desde hace dos mil años según vuestra escala de medición de tiempo bip. Ahora hemos recibido órdenes de tomar Contacto Material con las Unidades Terrícolas bip.
—Y... ¿qué vendría a ser eso, don...?
—Bip. Ustedes son las Unidades Terrícolas bip. Éste es el primer contacto de nuestra galaxia con ustedes bip.
—¿No nos estarán embromando, ustedes...? ¿No será que están disfrazados nomás...? ¿Cómo saben nuestro idioma? ¿A ver...?
—Bip. Nuestra Unidades poseen sistemas para interpretar, comprender, analizar y hablar cualquier idioma, dialecto o lengua que pueda existir bip. La lengua española que hablan ustedes, la hemos activado ahora, luego de escucharla bip.
—Ahá, muy bien, don Unidá, así que se las saben todas... Entonces también van a poder hablar en qom-toba, como hablamos por aquí... —dijo don Rigoberto con tono interrogante, como desafiándolo.
Y la criatura se apretó un botoncito amarillo en el pecho, al tiempo que decía:
—Bip. Identificando Lengua Toba bip. Idioma Toba-Komlec bip. Dialecto Qom bip Toba-Komlec bip. Proceso completado bip. Activando bip —y mientras decía esto, una serie de lucecitas secuenciales se encendían y apagaban en su pecho, emitiendo sonidos agudos.
—A ver, don Unidá... ¿Qué quiere decir piogonak?
—Bip. Médico bip. Cacique bip. Brujo bip.
—¿Toonanga?
—Bip. Sapo bip. Género femenino bip. Grande bip.
—¿Guayaga Lachigí?
—Bip. Zorro bip.
—¿Talá?
—Bip. Río Bermejo bip.
Y don Rigoberto ahí se convenció de que los tipos sabían todo y eso lo asustó un poco, porque con tantos poderes...
—¿No quieren pasar a sentarse un rato, don...?
—Bip. Aceptamos bip —dijo el jefe, y comenzaron a desplazarse con pasitos muy cortos y sin mover casi nada el cuerpo. Era como si sólo se movieran los tobillos.
La familia se hizo a un lado, dejando libre la puerta de la cocinita. Don Rigoberto y su mujer empezaron a acomodar las dos únicas sillas que tenían y un banco largo.
—Tomen asiento, don...
Y las criaturas tomaron asiento en un tronco largo sobre la pared. Se sentaron las tres juntas apoyando sus manos sobre sus flaquitas rodillas. Los tres niños estaban juntos y arrinconados sentados en el banco, mirando a los visitantes y hablándose al oído con sonrisas cómplices. La mujer continuó amasando y empezó a freír los chipá-cueritos. Don Rigoberto se puso a renovar la yerba del mate, luego llenó la pava con agua y la puso a calentar en la hornalla.
En tanto, las criaturas tenían sus miradas fijas y panorámicas observando todo el movimiento en el recinto.
—Ahora van a probar una rica mateada —habló confianzudamente don Rigoberto.
—Bip. ¿Mateada? Bip Acción de tomar mate bip. ¿Mate? Bip. Infusión de hierbas y agua caliente bip. Negativo bip. Le agradecemos la mateada bip.
—Déjese de embromar, hombre... ahora les voy a convidar con unos chipá-cueritos calentitos ¡van a ver lo ricos que son!
—Bip. Negativo bip. No incorporamos objetos materiales a nuestras Unidades bip. No generamos desechos bip.
—¿Cómo...? ¿Me va a decir que no comen ni...?
—Bip. Afirmativo bip. No necesitamos incorporar nutrientes de ningún tipo bip. Somos Unidades Funcionales Programadas para lapsos de cien años bip.
—¿Qué dice hombre...? ¿Que viven cien años...?
—Bip. Negativo bip. No vivimos ni existimos en el sentido de la palabra terrícola bip. Funcionamos bip. A los cien años, según vuestra escala de medición, nos descartan de la serie y somos regenerados en nuevas y más modernas unidades bip.
La mujer seguía con los preparativos para la cena sin participar del diálogo, mientras el hombre ya había iniciado la mateada, al tiempo que conversaba fluidamente con la criatura. En un clima agradable y de confianza, el hombre ya se permitía hacer todo tipo de preguntas a los visitantes:
—¡Eeh! Y díganme... ¿dónde cargan nafta cuando están viniendo de sus pagos?
Las criaturas lo miraban sin pestañear siquiera, porque aparte no tenían pestañas. La criatura-jefe habló—
—Bip. ¿Nafta? Bip. Combustible bip. Hidrocarburo bip. No utilizamos ese tipo de combustible bip. Nuestra nave utiliza como fuente de energía la radiación cósmica del espacio bip. La almacena y concentra en celdas especiales bip.
—Y...  ¿cuánto más o menos tardan desde su casa hasta aquí...?
—Bip. Lo nuestro no es un viaje en el sentido estricto bip. Realizamos Teletransportación Cuántica en Vacío cuando debemos trasladarnos de una galaxia a otra  bip. A la velocidad de la luz tardaríamos cinco millones de años-luz bip. Con la Teletransportación, el proceso dura unos pocos minutos, según vuestra escala de tiempo bip.
—¡Qué lo tiró! ¡En menos de lo que canta un gallo ya están aquí! Y... ¿cómo hacen ustedes cuando se enferman, don Unidá...?
—Bip. No padecemos ninguna enfermedad bip. Lo único que puede afectarnos es algún desperfecto en nuestros Sistemas Electrocósmicos de Alta Densidad bip. Pero tenemos Unidades que se encargan de repararlos bip.
—Y... ¿en qué vinieron? ¿Avión o cohete?
—Bip. Unidades de Desplazamientos de Teletransportación Cósmica bip. Mañana lo llevaremos a conocer nuestras Unidades y Sistemas bip.
—¿Adónde...?
—Bip. Según el rastreo topográfico geoespacial, nuestra Unidad de Desplazamiento se encuentra a exactamente trescientos setenta y tres metros con treinta y cinco centímetros desde aquí, a cuarenta y cuatro metros y cuatro centímetros del margen de una frondosa vegetación que rodea un lago bip.
Y don Rigoberto, mientras chupaba la bombilla mirando al suelo, arrugó la frente pensando en esa ubicación.
—Aah... síí, atrás del mogote de algarrobos, cerca de la cañada. Sí, ése es un buen lugar para estacionarse. Y... ¿no quieren quedarse a pasar la noche aquí en la casa? Acá siempre hacemos un lugar a las visitas; eso sí, vamos a dormir un poco apretados, pero ya estamos acostumbrados...
—Bip Negativo bip. No funcionamos con estado de vigilia-sueño bip. Tenemos Sistema Activo-Inactivo bip. Debemos regresar a la nave bip.
—Pero... don Unidá, ¿no era que me iba a mostrar su avión?
—Bip. Afirmativo bip. Mañana regresaremos a las 08,00 horas a.m. bip.
—Mire, don Unidá... le voy a hablar con franqueza: ustedes nos cayeron simpáticos, se ve que son gente educada; son raros, eso no me lo puede negar, pero son buena gente, así que... yo no le voy avisar a la militada que ustedes andan por aquí, porque ellos me dijeron...
—Bip. Disculpe la interrupción bip. Tenemos información de que Unidades Militares Terrícolas quieren contactar con nosotros bip. No podemos precisar las intenciones de los Terrícolas Uniformados bip. Hemos estudiado sus costumbres por muchos años y sabemos que son unidades de comportamientos impredecibles bip. De actitud beligerante bip. Por eso hacemos contacto con unidades confiables como usted y su familia bip. El equipo de comunicación que le han dejado ha sido desactivado por nuestro Sistema Electromagnético de Aniquilación Iónica a Distancia bip. Puede dar como Unidad Juguete todo el contenido de la valija a sus hijos, ya que ha sido inutilizado bip. Agradecemos su cooperación y amabilidad bip. Nos veremos mañana bip.
Y las tres criaturas se levantaron al unísono y caminaron con pasitos chinitos, alejándose de la casa en dirección al mogote de algarrobos.
La familia se dispuso a cenar cocido negro con chipá-cueritos. Luego, todos se fueron a dormir (…)

Papando moscas


(Del libro Cuando era chico – Vol. 1)

Todo niño menor de doce años tiene derecho a papar moscas sin que nadie lo interrumpa, ni lo rete, ni se burle. Claro, tampoco la pavada, no se puede papar moscas el día entero, hay momentos y momentos.
Yo calculo que a cada niño habría que autorizarlo a papar moscas hasta cuatro horas por día. Más de eso no conviene, porque ya se torna peligroso y puede quedar medio tonto. Tampoco es bueno papar moscas las cuatros horas seguidas sin descanso, lo mejor es papar moscas de rato en rato, por ejemplo, cinco minutos ahora, más tarde diez, después otros cinco minutitos. Yo estoy seguro de que de esa manera se disfruta mucho más.
Se puede papar moscas de cualquier forma o en cualquier posición, pero la forma más cómoda es con los codos sobre la mesa o el banco, y la pera apoyada en las dos manos, ¡si habré papado moscas así!
Uno de los lugares más lindos para papar moscas es la escuela, durante la hora de matemática o de geografía. Ahí uno puede papar moscas de varias maneras, la principal y la más disimulada es mirar a la maestra mientras habla del numerador y el denominador o de los meandros o planicies, pero mirar sin verla, y pensar en cualquier cosa o también se puede pensar en nada, o sea uno ve todo blanco. Otra forma muy placentera es mirar por la ventana y fijar la vista en algunas nubes y si no hay nubes no importa, se mira el cielo y listo. Puede ocurrir que en el momento de la papación, la maestra nos pesque,
-¡Fulanito! ¡Otra vez papando moscas!  A ver, párese y dígame, ¿dónde desemboca el río Guaycurú?
Y el papante, se pone colorado como un tomate, tiembla y mira a sus compañeros que ríen de placer, y algunos hacen señas de burlas y entonces pregunta,
-¿Dónde desemboca quién...?
Y ahí la maestra le da un buen reto, lo hace sentar y lo amenaza con que le va a poner un cero, que va a llamar a los padres y además que lo mandará a la dirección.
La papación de moscas más embromada es cuando uno se enamora de alguna compañerita o directamente de la maestra ¡Qué lo tiró! ¡Eso sí que es complicado!
Yo creo que a los que están enamorados habría que permitirles papar moscas –como mínimo- seis horas, porque las necesitan.
Cuando uno está enamorado de una compañerita, la mira y parece ver un ángel con alitas y todo, la ve sentada en un banquito, que escribe acariciando el papel y que cada tanto nos mira y nos sonríe, aunque no nos mire ni nos sonría. Si a ella se le termina la tinta de su lapicera y nos pide prestado un poco de tinta o una lapicera de repuesto, nosotros sin dudar le damos nuestra lapicera y el portafolio entero también, dejamos de escribir y nos importa un pito.
Ahora, cuando uno se enamora de su maestra la cosa es más complicada, porque uno no puede mirar a otro lado que no sea a su maestra y allí la ve como una hermosa hada vestida de blanco, flotando sobre el pizarrón, haciendo dibujos con la tiza y sonriendo. Uno queda totalmente embobado y no puede ver otra cosa, ni entender absolutamente nada de lo que está explicando.
Yo, la verdad, me enamoré de mi maestra de cuarto grado, que se llamaba Laura Castro y que era más linda que el sol, claro, por eso me enamoré. Papaba moscas desde que izábamos la bandera para entrar hasta cuando cantábamos “Aquí está la bandera idolatrada, la enseña que Belgrano nos legó”, a la salida. Un día ella preguntó quién sabía cantar, y yo para lucirme y para que ella se fijara en mí, dije “¡Yo!”, y me animé a cantar sin música, así nomás, a grito pelado. Recuerdo que con las manos hacía como que tocaba una guitarra y canté un chamamé titulado “Juan Payé”, y eso que yo cantando era peor que un perro enfermo, ronco y con tos, pero bueno, esas son cosas de enamorados, uno hace lo que siente y al que no le guste que se vaya a freír mondongo.
Otro momento para papar moscas, aunque un poco peligroso, es cuando uno va caminando, y es peligroso porque muchas veces se puede llevar por delante un árbol o atropellar a otras personas o caerse en un pozo, no conviene papar moscas cuando uno camina.
Pero creo que el peor momento y lugar para papar moscas es en la propia casa, a la hora del almuerzo o cena, y requetepeor, si tenemos hermanos más grandes, ¡mamita querida! ¡Qué sufrimiento!
El problema de la papación, es que uno no sabe en qué momento empezará, porque nosotros no podemos decidir eso, la papación te viene de golpe y listo. Casi siempre ocurre cuando uno está muy distraído. Por eso es feo si uno está en la mesa con sus padres y hermanos mayores, y de golpe nos viene la papación,
-¡Mamá! ¡Miralo a fulanito! Otra vez está con cara de idiota, tenés que llevarlo al doctor, antes que se quede idiota del todo- dice nuestro hermano mayor.
O sino,
-¡Papá! ¡Mirá la cara de tonto que pone fulanito! ¿Sabés por queeeé?– y nos mira burlón- Porque está enamorado de una compañerita... ¡de la hija del portero! ¡¡¡Juajuajua!!!!
En ese momento uno puede recibir ayuda de su madre, que le da un castañazo al burlón, pero tenemos muchas ganas de meter la cabeza en el plato de sopa, o de ponerle de sombrero el plato de sopa a nuestro hermano ¡Como si él nunca hubiese papado moscas!
A mí no me importaba nada, bueno, en realidad yo no tenía hermanos mayores, así que ese problema nunca lo tuve, pero a la hora de papar moscas, no había otro como yo. Yo papaba moscas unas ocho o diez horas por día, ¡y qué hermoso era!
Un 25 de Mayo, teníamos que bailar el pericón en la fiesta de la escuela, éramos unas veinte parejas y yo me había puesto una bombacha gris bataraza que me había hecho mi abuela María, tenía alpargatas nuevas, una camisa blanca y una faja que me había regalado mi abuelo cuando vivía ¡Qué estampa de gauchito! La macana fue que me tocó una compañera feísima, que le faltaban dientes y... ¡encima estaba enamorada de mí! Que situación espantosa. Pero lo peor era que mi novia, o sea la que a mí me gustaba para novia (pero ella no sabía nada), ¡estaba de pareja con Rulito Coronel! ¡Y él también decía que era su novia! Eso sí que me dio rabia, porque yo había dicho primero que ella era mi novia. Bueno, la cosa es que mientras dábamos vuelta taconeando y haciendo la coreografía, yo miré para atrás, para verla y cuando la vi, cuando vi sus trencitas y que me miraba, ahí me agarró una papación inmediata y brutal, ¡qué papelón! Parece que yo seguí de largo cuando teníamos que doblar y ya me estaba por llevar por delante una mesa con gente y todo, cuando el Negro Maidana que venía atrás, me estiró de la camisa para que reaccionara y todas las doscientas personas que estaban en la fiesta, se largaron a reír a carcajadas. Pero a mí  me importó un pito.
Cuando uno papa moscas, vive otras vidas, conoce otros lugares y otras personas, y lo más importante es que uno hace lo que quiere, todo lo que se le da la gana y todo ocurre como nosotros pensamos.
A veces yo me casaba con mi compañerita y vivíamos en un lugar muy lindo, íbamos al almacén o caminábamos por la plaza y todo era maravilloso; otras veces me casaba con mi maestra y todo era fantástico, y nadie preguntaba por qué una maestra se casaba con su alumno. Una vez que papé moscas por más de quince minutos, fui compañero de Mate Cosido y su banda, ¡qué feliz me sentí! Me acuerdo de que íbamos a caballo y corríamos a un tren y meta tiros nomás, hasta que lo alcanzamos, saltamos de los caballos y nos subimos a los vagones, ¡que estaban llenos de lingotes de oro! Los tipos del tren eran de Norteamérica y hablaban en inglés, y Mate Cosido los tomó prisioneros a todos y lo más lindo fue que después repartimos todo el oro entre la gente pobre.
Otra papación muy linda fue un 21 de septiembre, en un pic-nic en Paso Paloma. Estábamos con los de cuarto, quinto y sexto, y justo cuando comíamos unos canapés, sentados en el pasto, yo me puse a mirar a mi novia y me agarró la papación.  Ahí empecé a ver un tigre grandísimo que salía desde el monte y se venía derechito para comerse a unos cuantos de nosotros y... ¡patita para qué te quiero! Se armó un desparramo de gente que no se podía creer, chicos y maestras que subían a los árboles o se tiraban al agua o corrían hacia el camino y todo el mundo gritaba y pedía socorro. Y adivinen quién salió a enfrentar al terrible tigre, quién decidió arriesgar su vida y salvar a todos: yo, sí, yo, sin dudarlo saqué mi cortaplumas, que siempre llevaba a los pic-nic, y ahí nomás lo empecé a correr y a gritarle que se quedara y no fuera cobarde y en seguida vino en mi ayuda el Negro Maidana con un palo de escoba. La cosa es que al tigre lo corrimos como doscientos metros y yo llegué a tajearle toda la cola. Se salvó por un pelito de que no lo matara. Cuando volvimos, todos nos aplaudían, nos levantaban en andas y casi todas las chicas se enamoraban de mí y unas cuantas del Negro.
Por eso yo pienso que todos los chicos tienen el derecho irremplazable a papar moscas, aunque sea dos horas por día, porque sino, ningún chico puede ser feliz, sin papar moscas un solo minuto en el día y viviendo solamente la vida real.
Lo que más me gustaría a mí, sería que pusieran una materia desde primero hasta séptimo grado, que se llame: Papando Moscas.

El destino del Sr. Sanabria (fragmento)


(Del libro Cuentos de Terror para Franco – Vol. VI)

Como cada lunes, desde hacía miles de años, ese lunes ocho de abril de mil novecientos sesenta y ocho, se reunieron Dios, El Diablo y La Muerte, para decidir –entre otros asuntos- la hora fatal del señor Rodolfo Sanabria.
El hombre de treinta y ocho años, con un buen trabajo y excelente estado de salud, jamás podría haber imaginado que ese día fresquito y soleado, y a esa hora –casi las ocho de la mañana- en que se dirigía a su trabajo pedaleando tranquilamente su bicicleta balona, los tres seres ultraterrenales más poderosos del universo, estaban discutiendo sobre la finalización de su vida material.
-Debemos hacerlo yá –dijo El Diablo.
-¿Porqué tanto apuro? –preguntó Dios.
-Algún día debe morir, entonces mejor que muera ahora y Sanseacabó –respondió.
-¿Usted que opina? –preguntó Dios a La Muerte.
-Me da lo mismo. Cuando lo decidan yo haré mi trabajo –respondió impasible.
-Necesito gente en las profundidades, y me vendría bien llevármelo ahora –fundamentó El Diablo.
-Porqué no esperamos un poco… aunque sea hasta el domingo. Ese día la gente está más preparada para una muerte y…
-No, no. Por favor no me vengan a recargar de trabajo el domingo. Ya saben que ese día trabajo las veinticuatro horas sin descanso, así que les pediría que se decidieran por cualquier otro día de la semana –habló La Muerte.
-¿Vio Mi Señor?, no la recarguemos de trabajo a la señora –dijo El Diablo.
-Que yo sepa es un hombre bueno y trabajador, honesto y no veo la necesidad de… -comenzó a argumentar Dios, tratando de prolongar la vida de Sanabria.
-Y si le digo que no iba a la iglesia ni rezaba, ¿que me dice? –atacó El Diablo.
-Bueno, eso no lo convierte en una persona mala –se defendió y defendió de paso al terrenal Sanabria.
-Jamás creyó en usted, ni en ningún santo, vírgenes o ángeles ¿qué me dice ahora? –volvió a atacar el Príncipe de las Tinieblas, tratando de ofuscar a Dios.
-Bueno, lo más importante es lo que era… ejem cof, cof –tosió y carraspeó Dios- digo… lo importante es lo que es. Eso es lo que vale, que es una persona buena y…
-Tampoco crea que era un angelito ¿eh? Lo he visto en muchos bailes conquistando mujeres. Varias veces se emborrachó. Le gusta jugar al truco y a la loba.
-Bueno… los hombres también necesitan divertirse y alegrar el espíritu…
-Ahá. Le doy un dato más Mi Señor: se casó y se separó. ¿Qué opina ahora del hereje del señor Sanabria?
-¡Basta de chismes! ¡Me tiene harto con las habladurías! ¡Si se lo quiere llevar, lléveselo! pero le advierto que en menos de un mes, si no lo envía al Cielo, voy a buscarlo personalmente y haré tronar el escarmiento en las profundidades. Es un hombre bueno y debe estar conmigo.
El Diablo se frotó las manos, loco de alegría, mientras Dios se rascaba la barba pensativo y malhumorado. La Muerte, con una lima, afilaba su guadaña.
-Señora, ¿a qué hora podría hacer este trabajito? –preguntó El Diablo a La Muerte.
-Hoy por la mañana tengo varios casos pendientes, pero podría ser al mediodía o a la siesta. Quizá cuando el hombre este volviendo del trabajo…
-Eso. Cuando regrese del trabajo me gustaría que lo interceptara. Trate de que parezca un accidente. Es mejor, así la opinión pública no me tira toda la bronca a mí.
-Así lo haré -respondió
Y los tres se dispersaron. Dios se perdió entre las nubes recorriendo su reino. El Diablo se transfiguró en un remolino de viento norte y se introdujo en las profundidades de la tierra. La Muerte, en la faz del planeta, se dispuso a realizar los trabajos pendientes.
A las dos de la tarde, Rodolfo Sanabria salió del trabajo, agarró su bici y con un pedaleo tranquilo inició el regreso a casa. Debía pedalear alrededor de tres kilómetros hasta llegar al pueblo.
La Muerte dispuso que en el momento exacto, en que el hombre pasara por la esquina de Tienda La Nena, por la calle perpendicular, aparecería un auto a toda velocidad para embestirlo y terminar con su vida. Lo había pensado todo. A esa hora hay poco tránsito en el pueblo, y por lo tanto el hombre vendría distraído, y al llegar a la esquina ya no tendría tiempo de nada. El gran edificio que ocupaba la tienda en esa precisa esquina, no le permitiría ver ni advertir la aproximación de vehículo alguno.
Pedaleaba tranquilo, sin imaginar el siniestro y fatal encuentro que le aguardaba a tan solo cinco cuadras de entrar al pueblo (…)

El juego de la copa (fragmento)


(Del libro Cuentos de Terror para Franco – Vol. V)

El misterio y las consecuencias que encierra el juego de la copa es un asunto que escapa a la comprensión de cualquiera. Nadie puede comprender —y mucho menos predecir— cómo irá a terminar cada sesión de ese peligroso juego.
El grupo de adolescentes de ese tranquilo pueblo jamás podría haber imaginado que aquella simple ocurrencia iría a terminar en una serie de hechos espeluznantes.
Todo empezó en el colegio, al cual iban los seis chicos y donde cursaban el tercer año. Uno de ellos, Sebastián, invitó ese viernes a los demás para reunirse en su casa a comer unos panchos, tomar unos jugos y jugar a las cartas. Eso era habitual en este grupo. Una vez se reunían en la casa de uno, otra vez en la de aquél, y así iban rotando de casa en casa.
Esta vez, Sebastián los había invitado porque sus padres viajarían ese día por la tarde y no regresarían hasta el domingo, así que él se quedaría con la sola compañía de una de las empleadas de la casa, una señora mayor que vivía en una casita en los fondos de la quinta.
La casa de Sebastián se encontraba en las afueras del pueblo, a unos dos kilómetros. Sus padres, de buena posición económica, eran gente de campo y tenían diferentes cultivos y ganado de todo tipo. La gran casa de dos pisos ubicada en pleno campo estaba rodeada por una inmensa arboleda, galpones, tinglados y corrales. Un pequeño arroyito fangoso serpenteaba a unos cincuenta metros del casco.
Hacia el anochecer de ese viernes, los amigos fueron llegando. Todos en bicicleta. Primero lo hizo Federico, más tarde apareció María y por último llegaron Zulma y sus primos, los mellizos Collmann, Felipe y Carlos.
Mientras Sebastián, con la ayuda de María, ponía a hervir las salchichas, Federico agarró la guitarra y comenzó a puntear algunos acordes. Enseguida ya arrancó con algunas canciones, y casi todos se pusieron a corear o tararear, acompañando las melodías. Al rato prepararon la mesa, y cuando los panchos estuvieron listos se terminó la música y se sentaron a comer.
Todo era alegría, risas, chistes y cargadas por alguna mala respuesta a la pregunta de la profesora, por algún metejón con una de segundo año, y todo ese tipo de cosas. A eso de las diez de la noche comenzaron a  jugar a la loba, y eso se extendió por dos horas más o menos, hasta que en un momento Felipe propuso:
—Che, ¿no quieren jugar un juego fantástico, pero medio terrorífico…?
—¿Qué juego? —preguntó uno.
—El juego de la copa —contestó Felipe.
—Ah, sí, yo escuché hablar de eso, pero es peligroso…—dijo María.
—¿De qué se trata…? —preguntó Zulma.
—Es un juego donde se invocan espíritus y se le preguntan cosas…—respondió Felipe.
—Y vos… ¿dónde aprendiste ese juego? —le preguntaron a Felipe.
—Lo leí en un libro, además lo jugué algunas veces cuando estuve en la casa de unos parientes en el Sur.
Y ahí se armó una discusión un poco seria y un poco en broma, algunos cargando a los otros, con que podría aparecer un espectro maligno y asesinarlos a todos; otro que decía que si se invocaba a un espíritu podría ocurrir que después no quisiera irse de la casa, y por tanto el lugar quedaría embrujado. El asunto fue que estuvieron más de media hora discutiendo, haciéndose bromas y algunos proponiendo que no pasaría nada y que era una linda noche para jugar a algo diferente.
Como siempre ocurre, la curiosidad unida a la atracción del misterio pudieron más, y por tanto se decidió que jugarían. La única que se opuso en todo momento y jugó de mala gana fue María.
—¿Y con qué se juega? —preguntó Federico, que no tenía ni idea del asunto.
—Bueno… los elementos del juego se pueden comprar, se compone de un cartón grande con números y letras y una copa de cristal, pero yo sé cómo puede armarse uno, algo casero —explicó Felipe.
—¿Con qué vas a armar el juego? —le preguntaron.
—Se necesita una mesa redonda, papel, una birome y una copa de cristal. ¿Tienen copa de cristal? —le preguntó Felipe a Sebastián.
—Sí. Mi mamá tiene un juego de seis copas muy finas, pero lo mezquina más que a nosotros, así que si llegás a romper una, el lunes venís, le explicás y te hacés cargo —bromeó Sebastián—. Están escondidas en el ropero. Voy a buscar una.
—¿Qué se hace con la copa? —preguntó María, la más temerosa de todos.
—La copa es la que responde las preguntas. Hay que colocarla boca abajo. Se desplaza en la mesa marcando las letras o números y formando palabra o cifras. Es la conexión de lo terrenal con lo espiritual.
María se quedó callada, intrigada y muy pensativa.
Enseguida nomás, Felipe se puso a cortar una hoja, formando un montón de papelitos cuadrados. Luego escribió una letra mayúscula en cada uno hasta completar todo el abecedario, y terminó de armar el juego, escribiendo uno por uno los números del cero al nueve. Los demás miraban intrigados y cada tanto, preguntaban algo o hacían bromas. Felipe no decía nada y seguía adelante, hasta que por fin anunció:
—Bueno, ahora vamos a acomodar el juego y cada uno debe sentarse alrededor de la mesa.
Y todos se sentaron alrededor de la mesa redonda de la cocina, mientras Felipe —ya sentado— colocaba en un círculo completo los papelitos, ordenados alfabéticamente, y luego de la zeta, los números del cero al nueve. Este último cerraba el círculo, ubicándose al lado de la letra A. La copa —boca abajo— fue ubicada en el centro de la mesa.
—Bueno, ahora ya estamos listos para empezar —dijo Felipe y comenzó a explicar de qué se trataba—. A partir de ahora tenemos que ponernos serios, y el que no quiera jugar o se va a poner a bromear o molestar durante el juego, mejor que no se siente a la mesa. Tenemos que apagar la radio y todo debe quedar en total silencio. Cada uno debe concentrarse en alguna persona querida que haya muerto y con la cual quisiera volver a hablar.
—¿Ehh? ¿Qué decís…? —dijo María.
—¿Qué tomaste? —lo cargó Sebastián—. ¿Cómo vamos a hablar con los muertos?
—Bueno, ya les dije que a partir de ahora se terminaban las bromas. O lo tomamos en serio, como debe ser, o lo dejamos. ¿Qué quieren hacer? ¿Jugamos o no? —advirtió y preguntó con severidad Felipe.
Ahí se armó otra discusión medio seria y medio en broma, hasta que uno preguntó:
—Che, Felipe... ¿vos vas a hacer de médium?
—No —respondió— yo únicamente estoy organizando el juego. Si participa un médium de verdad, la cosa es mucho más seria y... peligrosa. Cuando participa un médium, la sesión ya es un asunto donde hasta puede aparecer un ectoplasma...
—¡¿Quéééé?! ¿Ectoqué...?
—Ectoplasma. Es una emanación material del médium que se transfigura en un cuerpo entero o...
—No, che, dejémonos de embromar con estas cosas, yo tengo miedo —dijo María— mejor sigamos jugando a la loba.
—Quedate tranquila, María, que aquí no hay posibilidades ni peligro de que aparezca un ectoplasma ni nada parecido, porque para eso la persona que hace de médium tiene que tener poderes —tranquilizó Felipe.
Luego de un breve intercambio de opiniones y nuevas cargadas, todos aceptaron que se pondrían definitivamente serios y concentrados.
Ya sentados los seis, Felipe ordenó tomarse de las manos y apoyarlas sobre el borde de la mesa. Debían cerrar los ojos y concentrarse en el ser querido muerto. Luego preguntó quién quería ser el primero en invocar a un espíritu. Se hizo un silencio, porque a todos ya empezó a invadirlos el miedo.
—¡Yo! —dijo Zulma—. Yo quiero invocar a mi tía Irma, una hermana de mi mamá, que me quería mucho y era muy buenita. Murió cuando yo tenía diez años y ella treinta. Le agarró una enfermedad muy fea.
—Está bien —dijo Felipe— ahora debés concentrarte muy profundamente en tu tía, y todo el mundo debe hacer silencio absoluto y pensar también en la tía de Zulma... ¿Cómo se llamaba tu tía?
—Irma —contestó Zulma.
—Bueno, ahora debés preguntar a tu tía Irma si está en la casa, en esta casa. Y si está, que envíe o se anuncie con una señal.
—¿Eh...? ¿Qué señal...?
—Vos preguntá lo que yo te digo, que la señal vendrá de cualquier manera.
—Tía Irma,... si estás aquí, enviá una señal, te habla tu sobrina Zulma...
—No hace falta que le aclares quien sos, los espíritus saben todo —aleccionó Felipe.
Un silencio reinaba en la cocina. Apenas se oía el soplar del viento afuera, que a decir verdad, agregaba algo tétrico e imponía mayor julepe a ese ambiente.
—Llamala de nuevo. A veces hay que repetir el llamado hasta tres veces. Pero más de eso no conviene, porque puede resultar complicado —explicó Felipe.
—Tía,... tía Irma, si estás aquí, enviá una señal...
Silencio absoluto. Pasan los segundos y todos están con los ojos cerrados, concentrados, esperando la señal. Cada tanto alguno de los participantes abre apenas los párpados, como para espiar si alguien también está mirando. Al ver que nadie mira, inmediatamente los vuelve a cerrar.
—Ultimo intento —dice Felipe.
—Tía,... tía Irma, si estás aquí, enviá una señal...
¡Toc, toc, toc!, golpes en la puerta. ¡Alguien golpeaba la puerta!
El salto que dieron todos en la silla fue automático. Los rostros quedaron blancos como la leche, y en eso se escuchó una voz:
—¡Seba! ¡Sebastián! ¡Soy yo, Carmen!
Era la señora que vivía en la casita del fondo. La empleada y encargada de la casa.
Sebastián los tranquilizó a todos y fue a abrir la puerta. La mujer entró y habló,
—Sebastián, vengo a preguntarte si te animás a quedarte con tus amigos, porque me avisaron que a mi mamá la internaron en el hospital del pueblo, yo quiero ir a verla y... también quedarme con ella a cuidarla, sólo por esta noche...
—No hay problema, doña Carmen, vaya tranquila nomás, que me quedo con mis amigos. Ellos se quedarán a dormir.
—Gracias, Sebastián —dijo la mujer y se marchó.
Después de la partida, todos aflojaron sus tensiones y se largaron a reír y a cargarse por el terrible susto que se llevaron.
Enseguida reiniciaron el juego. Felipe retomó la palabra:
—Bueno, esto suele ocurrir, que se invoque a algún espíritu y no quiera descender. Habrá que llamar a otro. ¿Quién quiere llamar?
Todos se miraron en silencio. Todos los rostros reflejaban cierta preocupación, mezclada con mucha intriga y por supuesto... un poco de miedo. Hasta que uno se animó:
—Yo voy a llamar a mi primo Rodolfo —dijo Sebastián— que se murió a los diez años en un accidente...
—No, no es conveniente llamar a un espíritu así, porque es un angelito. Así lo leí en el libro.
—Bueno, entonces voy a invocar al espíritu de mi abuelo —propuso de nuevo Sebastián—. Se murió hace tres años.
Nuevamente todos se pusieron serios y concentrados. Cerraron los ojos y tomándose de las manos, al cabo de unos segundos, escucharon la invocación de Sebastián:
—Abuelito,... abuelito, si estás aquí, dame una señal...
Y en ese instante se escuchó reventar el foco del comedor y el ruido de los vidrios cayendo en el piso. Todos dieron un salto en sus sillas y abrieron los ojos, mirando hacia todas partes. Y Felipe habló de nuevo:
—No se suelten las manos, ésa fue la señal de que el abuelo de Sebastián está aquí con nosotros. Ahora tenés que preguntarle algo y todos nosotros nos soltamos las manos y ponemos el dedo índice derecho muy cerquita del borde de la copa; ojo, no hay que tocarla.
Y todos obedecieron. Los seis dedos índices rodeaban la copa, mientras Sebastián en voz alta hacía la pregunta a su abuelo:
—Abuelito,... después de que te moriste, los ocho primos nos peleábamos por llevar tu piano, y la abuela nos dijo que vos querías que fuera para la prima Laura... ¿es cierto eso?
Y la copa —sin que nadie la tocara— comenzó a moverse en la mesa y fue hasta la S y luego hasta la I. La respuesta era: SÍ.
—¿La querías más a ella que a los demás?
Y la copa señaló: NO.
—¿Y por qué entonces se lo regalaste a ella?
Y la copa recorrió de aquí para allá el abecedario, hasta formar la frase: PORQUE ERA LA ÚNICA QUE SABÍA TOCAR.
Y todos estallaron en carcajadas. Felipe pidió silencio y prosiguieron con el juego. A las siguientes preguntas, el espíritu respondió con igual exactitud, hasta que al parecer se marchó, porque ya no había señales de su presencia y la copa no se movía ante cada pregunta.
—¿Alguien quiere invocar...? —preguntó Felipe.
—Yo quiero invocar a mi prima Cristina... —dijo con un tono sombrío Federico.
Y todos se miraron con preocupación e intriga. Sabían que Cristina había muerto trágicamente hacía un año, cuando estaba por terminar el colegio secundario. La mató su novio, porque estaba enloquecido y enfermo de los celos. El padre de Cristina no aguantó el dolor y, antes de que la policía lo pudiera apresar, mató al novio.
Fue una doble tragedia que conmovió a ese pueblo, porque tanto el novio como la novia eran conocidos y queridos por muchos. Además, las familias de ambos se visitaban y ya hablaban con alegría del futuro casamiento de sus hijos, cuando ocurrió ese terrible hecho.
El padre de la novia se entregó a la policía luego de matar al muchacho, pero terminó encerrado en un manicomio, porque quedó completamente loco de dolor. Por supuesto, como siempre ocurre, después de la tragedia todo el mundo hablaba sobre esa relación amorosa, y aseguraban que el muchacho siempre la amenazaba y la maltrataba. Era tan celoso que le molestaba inclusive que hablara con sus amigas y compañeras.
—Bueno, hagamos silencio para que Federico haga la invocación —pidió Felipe.
Todos cerraron sus ojos, se apretaron las manos y se concentraron. Luego de unos segundos:
—Cristina, si estás aquí enviame una señal...
Silencio.
—Cristi... me gustaría que estuvieras aquí, nadie te olvidó. Si estás...
Y la hoja de una ventana que estaba abierta, se cerró con violencia.
—Ésa es la señal —dijo Felipe— ahora todos ponemos nuestros dedos como hoy. Tu prima ya está aquí, así que podes comenzar con las preguntas.
—Cristina... si estás aquí y me estás escuchando, quiero decirte que todos te extrañamos y nadie te olvidó —y unas lágrimas empezaron a correr por las mejillas de Federico—, que nos da mucha rabia lo que pasó, porque todos teníamos el presentimiento de que ese loco de Rubén alguna vez haría algo malo. Siempre te amenazaba y hasta tenía celos de nosotros, tus primos. Bueno... ahora quiero preguntarte si ahí, en el cielo o donde sea que estás... ¿lo ves al desgraciado de Rubén?
Y la copa comenzó a desplazarse hasta la letra N y luego la O.
—Ese desgraciado debe de estar en el infierno... —habló Federico, pero sin que eso fuera una pregunta para el espíritu; sin embargo la copa comenzó a desplazarse, y todos se sorprendieron, se miraron y vieron como la copa iba de una letra a otra hasta formar la palabra: CUÍDENSE.
Ahí sí que todos se removieron en sus sillas y se miraron con mucha preocupación.
—¿Qué querés decir,... Cristina? ¿Tenemos que cuidarnos de Rubén?
Y la copa respondió: SÍ.
—¿Quién tiene que cuidarse...?
TODOS MIS FAMILIARES —respondió la copa.
—¿Y... yo también?
CLARO, BOBO, SOS MI PRIMO —marcó la copa.
—¿Rubén... nos puede hacer algo?
SÍ —marcó la copa.
—¿Y qué... qué nos puede hacer?
Y la copa comenzó a desplazarse con mayor rapidez, marcando una letra tras otra, como si fuera una máquina de escribir: ES UN ALMA EN PENA respondió, y luego de una muy breve pausa, antes de que Federico volviera a preguntar algo, agregó: ES PELIGROSO.
¡Mamita querida! Ahí sí que el miedo ya se hizo carne y María se levantó diciendo que no jugaría más y también Sebastián, muy asustado, dijo:
—Che, basta con este juego, yo tengo miedo, aparte mirá si el espíritu se queda en mi casa... ¿qué hago?
Y en ese breve instante de desconcentración, un florero que estaba arriba de la heladera estalló en mil pedazos, provocando un susto de padre y señor nuestro a todos.
—Creo que tengo una mala noticia para todos —dijo Felipe—. No se puede abandonar el juego hasta que los espíritus hayan partido. Puede ser muy peligroso si se abandona antes. Vamos a decidir entre todos.
Se armó una gran discusión, y ahora ya participaban todos. María y Zulma no querían saber nada de seguir. El hermano de Felipe no decía nada y Sebastián —nervioso y asustado— exclamó:
—¡No, no! Si es así, sigamos jugando, yo tengo que seguir viviendo en esta casa. ¿Y si el espíritu se queda? ¿Eh? ¿Qué hago?
—Yo quiero seguir el juego. Quiero saber cuál es el peligro... —habló Federico con tono grave y la mirada perdida.
Felipe explicó lo que podría pasar si se abandonaba el juego de esa manera, con lo que todos se convencieron rápidamente y retomaron sus posiciones.
De nuevo alrededor de la mesa, concentrados y con los dedos rodeando la copa, reanudaron el juego.
—¿Seguís acá, Cristina...? —preguntó Federico.
SÍ —respondió la copa.
—Quiero saber más de lo que dijiste sobre Rubén... —empezó diciendo Federico, pero el movimiento de la copa lo interrumpió. Con el silencio apenas quebrado por el sonido de la copa rozando la mesa, veían cómo se movía rápidamente, marcando:
AHORA ÉL ESTÁ AQUÍ.
—¿Cómo... cómo que él está aquí?
SÍ —marcó de nuevo y agregó— SU ALMA NO SE RESIGNÓ Y SIGUE EN LA TIERRA PARA VENGARSE (…)

Estero Cuatro Diablos


(Del libro Cuentos de Terror para Franco – Vol. IV)

En el Chaco, como si no fuera suficiente tener un diablo, existe un estero donde habitan cuatro ¡Cuatro diablos! No uno, ni dos, ni tres ¡Cuatro! ¿Quién resistiría eso? Es el colmo. Y si alguno cree que esto es un invento mío para asustar a algún distraído o para hacerme el gracioso, que agarre la ruta once, que va desde Resistencia a Formosa, y que después me cuente, que encuentra luego del cruce con la ruta noventa. A menos de cien metros de ese cruce, verán un cartel verde con letras blancas y mayúsculas, de solo tres palabras: ESTERO CUATRO DIABLOS.
Cuando era chico siempre pensaba que ese nombre seguro lo puso alguno para hacerse el gracioso o para asustar a los que pasaban por allí. Mucho tiempo después, pude comprender el por qué de ese nombre siniestro.
Es un interminable y misterioso estero que se extiende –a la derecha siguiendo por la ruta- hasta Lapachito, y sus otros límites son el río Guaycurú, el Paraje Yatay y la siniestra Cañada Címbaro ¡Mamita querida! ¡Qué miedo da pasar por ahí! Son leguas y leguas de llanura con pajonales amarillos, tacurúes, palmeras y mogotes de algarrobos. Cientos de cuervos revolotean el lugar buscando una osamenta; alguno que otro caraun solitario suele verse, y los caracoleros, en los postes de telégrafo o en las ramas de un árbol seco.
Yo jamás pisé el estero, ni pienso hacerlo, aunque estuviera totalmente chiflado, pero cada vez que voy a visitar a mis padres a La Leonesa ¡Tengo que pasar por esa ruta! Y durante todo ese trayecto, que son como veinte kilómetros, voy rezando y haciendo gancho duro para que el auto o el colectivo no se descomponga, para que no ocurra nada raro, ni aparezca alguna cosa extraña.
La verdad es que nunca me pasó nada grave ni trágico. Las únicas cosas que recuerdo son anécdotas, algunas las experimenté yo mismo, otras, fueron padecidas por amigos o conocidos.
Cuando era estudiante, casi siempre viajaba a dedo, y en muchas oportunidades me tocó hacerlo en la parte de atrás de alguna camioneta o camión, o sea al aire libre. En dos o tres de esos viajes, tuve la mala suerte de pasar por ese tenebroso lugar en horas de la noche. En una de esas oportunidades, viajaba solo y luego de pasar el cruce… ¡Qué miedo virgencita santa! Empecé a rezar y temblaba como una hoja. De a ratos cerraba los ojos, después los abría y miraba el cielo estrellado, o miraba hacia atrás ¡Ni por las tapas quería mirar el estero! Pero había una fuerza extraña, un impulso desconocido o una diabólica atracción, que sin que me diera cuenta, llevaba mi vista hacia el maldito lugar ¡Ahí sí que me encomendaba a todos los santos!
Lo único que podía verse, era lo que iba iluminando el vehículo a su paso. Pajonales, palmeras, mogotes y la negra e interminable oscuridad. Iba como hipnotizado mirando ese misterioso y perpetuo paisaje, cuando de pronto, comencé a ver unos puntos luminosos sobre la negritud del estero. Poco a poco, se hacían más grandes, como si se acercaran, hasta que pude distinguir lo que eran ¡Cuatro pares de ojos que brillaban en la profunda negritud! Eran ojos rojos y parecían estar a unos cincuenta metros de la ruta y nunca quedaban atrás ¡Nos estaban siguiendo! Ahí me di cuenta que esos ojos siempre estaban a la misma distancia, como si se desplazaran a la misma velocidad ¡Cómo aceleré mis rezos en ese momento! Cerré con fuerza mis ojos y me tapé los oídos, y así estuve unos cuantos segundos o minutos, hasta que la terrible atracción diabólica o ese impulso misterioso, me obligó a abrirlos nuevamente y mirar ¡Y otra vez los cuatro pares de ojos seguían a la misma distancia! ¡Maldita mi suerte! Para evitar mirar de nuevo, me concentraba en el ruido del motor y miraba las estrellas, y así seguí unos cuantos kilómetros.
El tormento terminó cuando llegamos a Lapachito, porque ahí ya no había más estero. A mí me dolía todo el cuerpo, de tanto temblar y hacer fuerza para aguantar el miedo. Cuando llegué a mi casa, se lo conté a mi papá y me dijo que el miedo me hacía ver esas cosas, y creo que tenía razón en la mitad nada más: en que tenía miedo; pero esos cuatro pares de ojos rojos yo les juro, por todos los santos y dioses, que los vi nítidamente.
Me hubiese quedado tranquilo o apenas con alguna duda de todo ese asunto, de no haber sido por una revelación que tuve un tiempo después. Ocurrió a las dos o tres semanas, cuando mi primo me invitó a un asado en el campo de los Robles, en Cancha Larga. Allí tuve oportunidad de conocer a un viejito, que supo ser tropero por muchos años, pero que ahora solo se dedicaba a criar gallinas y marruecos y tenía una chacrita de algodón. Vivía en Lapacho Viejo, o sea cerca del… maldito Estero. Enseguida me entusiasmé cuando lo escuché hablar. Tenía esa forma de narrar de los que saben contar historias, de los que saben muchas cosas, y no me equivoqué. El viejito era un sabio.
Agarré dos vasos con Cinzano y lo llevé al viejito debajo de un aromito cerca del corral, para poder hablar tranquilos. En las galerías y alrededores de la casa, era puro jolgorio, gente hablando o gritando, jugando al truco, o matándose de risa por algún chiste; chicos jugando a la embopa o a las escondidas, y que no dejaban de gritar. Un clima así, no es bueno para contar ni escuchar historias misteriosas. Yo había pensado preguntarle muchas cosas y, sobre todo, escuchar sus historias.
Y así fue. Empezamos a hablar y yo, para entrar en confianza, le conté que estudiaba medicina, que estaba en segundo año y que ya sabía bastante sobre el funcionamiento del cuerpo. El viejito estaba maravillado conmigo, porque a la gente de campo le encanta hablar con un médico, o bueno, con un futuro médico como yo. Me empezó a preguntar por unos dolores que tenía en la cintura y las rodillas. Yo no sabía un pito de eso, porque todavía no lo había estudiado, pero para no quedar mal, le dije que esas cosas eran de la edad y de tanto hacer fuerza en el trabajo. Quedó contento con mi diagnóstico y seguimos hablando de algunas enfermedades de las vacas y de las personas. 
Después, como quien no quiere la cosa, empecé a preguntarle sobre su vida de tropero, arreando animales, recorriendo montes y cañadas, en fin, quería que empezara a hablar del maldito Estero ¡Y lo logré!
Narró muchas situaciones de su vida tropera, algunas muy cómicas, otras desgraciadas, algunas un poco terroríficas, hasta que en un momento se puso más serio, tomó todo lo que quedaba del Cinzano y aclarándose la garganta, con tono grave dijo:
-Ahora le voy a contar algunas cosas del Estero ese... que seguramente usted, que es un muchacho que está en la ciencia, no me va a creer o pensará que estoy desvariando.
-¡Pero por favor don Anacleto! Cuente, cuente nomás... –dije al tiempo que el viejito miraba su vaso vacío. Ahí me di cuenta que le estaba haciendo falta más combustible.
-Espere un momentito don Anacleto –le dije agarrando su vaso y corrí hasta la casa. Llené el vaso con hielo y Cinzano y por las dudas me traje la botella. No iba a arriesgarme a que se quedara sin la bebida en medio del relato.
Con los ojos iluminados mirando el vaso lleno, don Anacleto comenzó:
-Yo trabajé más de cuarenta años arreando animales, buscando bueyes perdidos o cuidando el pastoreo. Siempre en los alrededores o en el mismísimo Estero, o sea que lo conozco como a la palma de mi mano. Después de una caída muy fea de mi caballo, ya no quise seguir en eso y desde hace diez años, me dedico a la chacra y al corral ¡Eh, ya estoy pisando los setenta!
-¿Y qué me cuenta de ese Estero...? Algunos dicen que ahí ocurrieron cosas bastante fuleras... –dije para que, de una vez por todas, hablara de lo que yo estaba esperando.
-La gente habla por hablar, pero no saben nada. Nadie anduvo por ese Estero, salvo unos pocos troperos, como yo. Le voy a contar sobre dos casos que vi con mis propios ojos –dijo al tiempo que ingería medio vaso de Cinzano.
Para animarlo, ahí nomás llené de nuevo su vaso. Y para que no se sintiera solo, yo también tomaba unos tragos. Ya me estaba dando vueltas la cabeza, por la emoción y... por el Cinzano.
-Una tardecita, venía desde Pindó arreando unas vaquillonas del finado Ismael Codutti. Se me había hecho muy tarde, porque en el camino se me espantaron y tuve que correrlas un buen rato hasta juntarlas de nuevo. Encima, una de las desgraciadas se me había perdido, y la tuve que buscar más de tres horas. Enseguida comprendí, que me iba a agarrar la noche atravesando ese maldito Estero, porque todavía me faltaban unas dos leguas por lo menos. Decidí acampar, porque no es bueno arrear animales de noche. Arrimé la tropilla contra un mogote y desensillé. Hice un fueguito y me recosté sobre mis calchas. Saqué de la bolsa de avíos unos salamines y galletas ¡Y también mi caramañola con el tinto! ¡Qué embromar! Comí tranquilito, ahí en medio de la noche. Lo único que se escuchaba era alguna que otra lechuza y cada tanto el canto de una urraca. Usted, doctorcito... ¿Sabía que la urraca canta de noche?
-Sí, eso me han dicho –le mentí para no interrumpir su relato.
-Bueno, la cosa fue que después de comer y tomarme el vinito, me armé un camastro con los pellones, saqué mi ponchillo para taparme, y puse a mano el 38 y el machete ¡Nunca le vaya a facilitar a la noche en medio del monte! Siempre hay que estar preparado. Puse unos buenos tronquitos para asegurar el fuego durante toda la noche y me dispuse a dormir. 
-Y...
-Enseguida me dormí nomás. No sé cuanto tiempo habrá pasado, pero de repente, los perros empezaron a gemir como si los estuvieran garroteando, o como si hubieran visto algo muy espantoso, algo que los hubiese llenado de miedo ¡Y eso que no es fácil a asustar a la perrada!
-¿Y...? ¿Qué era...?
-No me va a creer... Me despierto y me levanto como un resorte, mientras manoteaba mi facón y el 38, y lo que vi me dejó helado. Ni en una pesadilla uno podría ver algo así...
-¿Qué fue lo que vio don Anacleto?
-Eran cuatro demonios.
-¡¿Ehhh?! ¡¿Cuatro demonios?!
-Como lo escucha doctorcito. Cuatro demonios bajo la forma mitad humana y mitad bestia.
-¿¡Ehhh?! ¿Cómo...?
-Eran una cruza de hombre con cabra. La cabeza, el cuello y las patas delanteras, de animal; el resto del cuerpo de persona, pero con muchos pelos, como si tuviera el cuero de la cabra. Tenían los ojos muy rojos y la mirada maligna... diabólica.
Yo me quedé helado y patitieso con semejante revelación. La verdad es que no lo podía creer, entonces pregunté:
-Pero... ¿No será que usted a lo mejor... lo soñó nomás?
-Mire muchacho, yo sé muy bien lo que es un sueño y lo que es realidad, y le digo también que a mí no me van a venir a arrear así nomás, a querer llevarme por delante. No suelo asustarme con facilidad, pero eso me dejó paralizado. Nunca voy a olvidarme de ese instante cuando desperté, y vi a los demonios parados alrededor del fuego. Apenas intentaba incorporarme, cuando esas bestias empezaron a arremeter contra todo, perros, caballo, el fuego, y... yo también ligué un guampazo en ese despelote.
-¿Un guampazo?
-Como lo oye doctorcito. Y del susto se me cayeron el revólver y el facón. Se armó un remolino de tierra, cenizas y tizones que volaban por el aire y los bramidos o rugidos de esos bichos, que le helaban la sangre a cualquiera ¡Jamás de los jamases escuché semejantes chillidos! Eran una mezcla de alarido humano con balido interminable de cabra, algo espeluznante... –dijo bajando la cabeza, y agarrando el vaso de Cinzano, que de una sola empinada se lo tomó enterito.
Yo también apuré mi Cinzano, como para acompañarlo en ese momento tan angustioso, y ataqué de nuevo:
-¿Y ahí don Anacleto...? ¿Qué hizo?
-Y... ¿qué voy a hacer con semejantes bestias humanas? Me tiré cuerpo a tierra bajo una enramada y me arrastré monte adentro, escapando de ese lugar. Después me trepé a un árbol como si fuera un mono ¡Todo eso en medio de la oscuridad, mi amigo! ¡Es creer o reventar!
-Me imagino don Anacleto...
-Desde el árbol observé el lugar del campamento, y sólo podía distinguir el fuego todo desparramado, tizones por todas partes y chispas en el aire envueltas en una terrible polvareda de tierra y cenizas, y en medio de todo eso, las siluetas de las bestias dando saltos y haciendo firuletes en el aire, sin dejar de lanzar esos terribles alaridos. Era una danza infernal doctorcito. Los perros habían desaparecido, y ni se los escuchaba.
-¿Y usted seguía arriba del árbol?
-¡Por supuesto doctorcito! Ni borracho iba a bajar de allí. Creo que habré estado por lo menos dos o tres horas horquetado ahí arriba, hasta que empezó a amanecer y ya podía ver nítidamente el lugar del campamento.
-¿Y qué vio don Anacleto?
-¿Y qué voy a ver...? ¡Un tremendo despelote! El lugar parecía como si por allí hubiese pasado una tropilla de redomones...
-¿Y los demonios...?
-Los demonios habían desaparecido, igual que mis perros, mi tropa y mi caballo ¡Me quedé a pie, doctorcito!
-¡A la flauta!
-Cuando bajé del árbol, me puse a recorrer y mirar el lugar, había un gran desparramo de tizones, de mis calchas, de los arreos, y contra el tronco de un gran algarrobo... lo que vi me dejó mudo...
-¿Qué vio...?
-La estampita de la Virgen de Itatí, estaba atravesada por mi facón y clavada en el tronco de ese árbol...
-¿La estampita? ¿Qué estampita?
-Una estampita que yo solía llevar cada vez que salía con alguna tropa, para que me protegiera de cualquier cosa. Me la regaló mi suegra. La había traído de Itatí ¡y estaba bendecida! ¿Qué me cuenta?
-Realmente increíble y para morirse de miedo don...
-Y sí... Esos demonios no sólo casi me matan del susto, sino que me dejaron solo y a pata en medio del estero. Tuve que caminar unas cinco horas para llegar a mi casa.
Ahí sí que ya no me quedó ninguna duda de su historia. Veía su rostro alterado cuando narraba, sus ojitos brillosos, como si en ese mismo momento estuviera viendo a los demonios. Le serví otro vaso de Cinzano, y tomó la mitad en el acto. Se aclaró la garganta y arrancó nuevamente.
-Y por si me había quedado alguna duda de lo que había visto, al mes más o menos, se me volvieron a presentar los cuatro demonios...
-¿Otra vez?
-Sí, fue una madrugada que salimos desde mi chacra arreando una tropilla de veinte vaquillonas. Partimos con mi compadre, el Eugenio Ávalos. Capaz que lo oyó nombrar...
-No, la verdad que no, don Anacleto.
-Bueno, la cosa fue que salimos a eso de las tres de la mañana y no habremos hecho ni una hora de camino, y ya bordeábamos el estero, para agarrar el camino a Yatay, cuando los animales se espantaron, como si hubieran visto diez fantasmas juntos. Salieron espantados y empezaron a correr en todas las direcciones, algo que sólo ocurre cuando los animales se asustan mucho.
-¿Y ahí...?
-Empezamos a los chicotazos y gritos, para ver si podíamos reagruparlos, pero esos animales corrían como si hubieran visto al mismísimo demonio ¿Y qué le cuento? ¡No habían visto al demonio! ¡¡Habían visto a los cuatro demonios!!
-¡¿No me diga?!
-Sí doctorcito, los mismos cuatro demonios que me habían aparecido, estaban a la orilla del estero, parados y mirándonos... ¡Son los cuatro Diablos! Le grité a mi compadre.
-¿Y cómo los vieron? Era de madrugada y seguramente estaba todo oscuro...
-Los ojos, muchacho, esos cuatro pares de ojos rojos brillando como brazas en la oscuridad, son inconfundibles, y los tengo grabados en mi memoria para siempre. Yo enseguida los reconocí, pero además, el Eugenio sacó la linterna y alumbró ¡Y ni le cuento el julepe que se agarró el compadre! Esas cuatro figuras diabólicas, mitad persona y mitad bestia, eran algo que podía matar del susto a cualquiera. El Eugenio sacó el 32 largo y le metió plomo sin asco. Yo también desenfundé mi 38 y le vacié el tanque...
-¿Y... los mataron?
-¡Pero doctorcito! ¿Dónde habrá visto o escuchado que puedan matar al demonio? Después de la balacera, los cuatro demonios seguían parados en el mismo lugar como si nada, y ahí se nos vinieron al humo.
-¡Qué lo tiró! Y ahí me imagino que sacaron los facones, para pelearlos...
-¿A usted le parece que yo mastico vidrio doctorcito? ¡Ni locos íbamos a enfrentarlos! Cuando vimos que se nos venían, le metimos espuela y chicote a los caballitos y salimos a galope tendido ¡Parecíamos dos cohetes! Meta guacha, gritos y espuela íbamos con el compadre hasta que, de repente, a mi costado, se me aparea uno de los demonios, me mira con sus ojos diabólicos, a menos de un metro de distancia y ahí parece que el caballito también vio al demonio, porque frenó en seco del susto, como para cambiar de rumbo, y yo volé por el aire como un cachilito y me estampé contra un tacurú. A partir de ahí, no me acuerdo de nada y cuando desperté, después de estar cuatro días inconsciente, ya estaba en mi casa, todo golpeado y vendado y con mi pierna derecha rota. Quedé medio descaderado también. A mi compadre lo encontraron a unos doscientos metros de donde yo había caído. Estaba acurrucado entre unos espartillos, hecho un ovillo, con la cabeza entre las piernas...
-Tendría frío seguramente –deduje.
-Estaba muerto, doctorcito. Se murió del susto. Así, en esa posición todo acurrucado, suelen encontrarse a las personas cuando mueren del susto. El corazón no le aguantó al compadre y quien sabe todas las cosas que vio y padeció antes de morir. Yo creo que me salvé porque perdí la conciencia. Desde ese día dejé para siempre la vida de tropero.
Me quedé con la boca abierta. Su historia confirmaba mi visión de los cuatro pares de ojos rojos sobre el estero y el por qué de ese nombre.
Hablamos un rato más, hasta que se nos terminó la botella de Cinzano, justo cuando ya nos llamaban para el asado.