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miércoles, 26 de octubre de 2011

El Fantasma de la Panadería


(Del libro Cuentos de Terror para Franco – Vol. II)


En la panadería del tío Aldo, allá en Cancha Larga, había un fantasma que noche a noche los volvía locos a todos. Los pobres ayudantes ya no sabían qué hacer y ni por las tapas se animaban a quedarse solos a hornear el pan.
El tío Aldo trataba de tranquilizarlos, diciéndoles que no era para tanto; después de todo no era un fantasma malo y cosas por el estilo, pero a los muchachos el miedo no se lo sacaba nadie.
Una noche que estábamos todos en el patio, tomando mate, uno de ellos le preguntó:
—Don Aldo, usted que sabe de todo, ¿sabe bien lo que es un fantasma?
Y el tío, removiendo el mate y tirando un poco de yerba, le contestó:
—Mirá, ése es un tema embromado de explicar y más difícil todavía de hablar a estas horas de la noche, pero les voy a contar de qué se trata, a ver si con eso se tranquilizan un poco. Un fantasma es el espíritu de una persona que se murió y que puede manifestarse de muchas maneras.
Algunos dicen también que un fantasma puede ser una persona que estando viva ha sido muy olvidada o tan dejada de lado que termina por evaporarse y desaparecer, para volverse invisible, a la que no se puede tocar ni sentir. Pero esto es muy raro. El único caso que recuerdo de un fantasma así fue el de don Osmildo Foscchiatti, un hombre que vivía en El Palmar.
Un día la mujer lo abandonó y se llevó también a los hijitos. El tipo quedó solo y muy triste; se la pasaba tomando vino y llorando todo el día. Como siempre estaba borracho y escondido en su ranchito en medio del monte, nadie lo visitaba, ni siquiera los parientes o sus amigos.
La cosa es que después de un tiempo nadie más se acordaba de él, si hasta sus dos o tres vaquitas y todas las gallinas se mandaron a mudar. Y aquí viene lo misterioso: la que era su esposa, los parientes, amigos y conocidos aseguraban que siempre se les aparecía el espectro de Osmildo en cualquier lugar: al costado del camino, en el río, en la cocina, en el corral o entre las ramas de los árboles, y lo que era peor... ¡¡Osmildo todavía estaba vivo!!  
Después de unos cinco años el hombre se murió, y su espectro siguió apareciendo de la misma manera, pero claro, ya como un verdadero fantasma.
Para mí no hay ninguna duda: los auténticos fantasmas son los espíritus de los muertos. Esas visiones de la gente, cuando todavía Osmildo estaba vivo, seguramente fueron totalmente irreales.
—Pero y... ¿por qué el espíritu no se va al cielo o al infierno como el de todos los demás? —volvió a preguntar el ayudante.
—Bueno, la razón por la cual un fantasma se queda a jorobar entre los vivos es bastante conocida. Esos espíritus transformados en fantasmas no se van de la tierra porque todavía tienen algo importante que hacer, o simplemente porque se sentían tan bien en el lugar donde vivían que no quieren saber nada de irse. Un fantasma decide quedarse en la tierra porque seguramente quedó muy encariñado con el lugar, las cosas o las personas; eso lo sabe todo el mundo. La mayoría de los fantasmas quedan encariñados con las casas, sobre todo si éstas son grandes, viejas y abandonadas, porque allí pueden pasear a sus anchas y nadie los molesta. Por supuesto que así como hay personas malas, también existen fantasmas malos, ya que sus costumbres continúan siendo las mismas.
—¿Y usted qué dice, don Aldo? El fantasma de la panadería... ¿es bueno o malo?
—Quédense tranquilos, que este fantasma no los va a matar ni nada; eso sí, más de una vez se van a llevar un flor de susto, pero no más que eso. El fantasma que habita la panadería es mi papá, y es una lástima que no lo hayan conocido cuando vivía. Él también fue panadero. Era muy bueno y trabajador; eso sí, cargoso hasta decir basta. Era burlón y ocurrente y lo que más le gustaba en la vida era hacer bromas macabras, pero todo lo hacía para divertirse.
Después de esa explicación yo no sé si los ayudantes se quedaron más tranquilos o más asustados, pero la cosa es que ahora ya sabían a quién pertenecía ese espectro que se paseaba por la panadería.
Siempre me acuerdo de esas mateadas en el patio de la panadería alrededor de un fueguito. Yo tendría nueve o diez años, y para mí no había nada más maravilloso que estar en medio de la madrugada, a la luz de un candil, con un cielo repleto de millones de estrellitas y ese olor a rocío en un silencio profundo, con apenas algunos cantos de grillitos, algún bicharraco a lo lejos, y la voz del tío Aldo develando algún misterio… ¡Mamita querida! Cuánto miedo me daba todo eso ¡¡¡pero cómo me gustaba!!!
Recuerdo como si fuera hoy esa conversación, y la verdad es que me puso muy contento y feliz saber que tenía un pariente fantasma y que encima ¡¡era mi abuelo!! Él se murió cuando yo estaba en primer grado, y es cierto que era muy bueno: a mí me enseñó a hacer pan, a pescar, a cazar lagartijas y muchas cosas más.
También era cierto que le gustaba asustar a la gente y que le encantaban todas las cosas de misterio. Con toda seguridad, ese fantasma no podía ser otro que el abuelo Félix.
Lo que más le encantaba al abuelo era asustar a los chicos y a las mujeres. Siempre aprovechaba cuando se juntaba mucha gente, en Navidad o Año Nuevo, en los cumpleaños o casamientos, y a veces hasta en los velorios. 
A los chicos los corría con culebras o lagartijas, que siempre tenía escondidas por ahí, o se disfrazaba con un capote negro o una sábana blanca. El único chico que se salvaba de sus bromas era yo; claro, yo era su nieto mayor y el preferido. Qué feliz me sentía, y ¡¡cómo disfrutaba del miedo de los demás!!
A las mujeres las asustaba con sapos y ranitas, que metía en las carteras o los bolsillos de los sacos. A los hombres mayores no les daba mucha bolilla, a lo sumo les ponía pimienta en las comidas o les corría la silla en el momento de sentarse y… ¡pum! ¡De cola al suelo!
Se sabe también que una panadería es el lugar donde más cómodo se siente un fantasma, por la sencilla razón de que todas las cosas están enharinadas. Paredes, puertas, máquinas, personas y todas las cosas están teñidas de blanco, y obviamente, el fantasma puede esconderse muy fácilmente o pasar inadvertido, o lo que es peor, ser confundido.
—¡¡¡Don Aldo, don Aldo!!! ¡El fantasma está arriba del montón de leña! —dijo a los gritos una noche Felipe, mientras salía corriendo de la panadería— ¡¡¡Venga, don Aldo, venga rápido!!!
Y el tío Aldo, que estaba tomando mate en el patio y hablando de la Luz Mala con otros ayudantes, dejó todo y entró corriendo con la lámpara a kerosene.
Fueron derechito al montón de leña que estaba al costado del horno, y alumbrando la parte más alta de la pila vieron cómo una bolsa blanca de harina que estaba vacía se movía… porque un gatito se había quedado enredado en ella.
Otra cosa que siempre ocurría —y que todos aprendieron lo que significaba— eran los portazos o los ruidos de las ventanas. Eso sucedía cada vez que alguno de los ayudantes quería irse antes de terminar su trabajo o su tarea. El avivado aprovechaba que el resto estaba tomando mate o lejos de la panadería, y ahí nomás agarraba su caballo y salía a todo galope. Al otro día cuando aparecía, se hacía el distraído diciendo que no se había dado cuenta de que faltaba algo por hacer y que salió apurado.
El fantasma enseguida los curó a todos. Cuando apenas alguno ya mostraba intenciones de irse, las puertas y ventanas se empezaban a abrir y cerrar con fuerza dando unos golpazos muy ruidosos, y si alguno lograba irse igual, ahí venía lo peor.
Así le pasó a Monchito una tarde cuando aprovechó la distracción, montó su alazán y salió a todo galope. A los cincuenta metros parece que el caballo se asustó y pegó una frenada en seco, se paró en dos patas y empezó a relinchar y corcovear, y por supuesto, Monchito fue a parar a la cuneta y se embarró hasta el alma. Desde ese día, nunca más se fue antes de terminar de hacer sus tareas.
Pero había otras cosas que no eran tan graciosas.
Una noche, Felipe tenía que quedarse despierto para controlar el horno, y se durmió en el patio sentado en un sillón, porque se había tomado una botella de vino. De repente, lo despertó un ruido. Era algo así como si estuvieran pateando cajas de cartón vacías. Agarró la lámpara y corrió hacia adentro de la panadería, para ver quién estaba haciendo semejante ruido, pero... nada. No había nadie.
Con mucho miedo revisó todo el interior y… nada. Las cajas estaban todas en su lugar, y se notaba que ni se habían movido porque tenían una capita de harina. Miró por todos lados y no había nada ni nadie; entonces aprovechó para revisar el horno y vio que las galletas y los panes estaban a punto.
Al otro día, cuando contó lo que había pasado, el tío Aldo le dijo:
—Ése fue mi papá, que te despertó para que no se quemara el pan.
Y siempre así, de una forma u otra, nunca faltaban las cosas raras. Cuando había alguna visita que no le gustaba al fantasma se notaba enseguida, porque se escuchaban ruidos por todas partes y hasta los mismos engranajes de las maquinarias empezaban a dar vueltas ¡aún con el motor apagado!
Una vez vino a comprar pan un tipo bastante malandrín y cuatrero, que según siempre contaba el abuelo le había robado tres vacas y un chancho. Inexplicablemente el viejo motor de las maquinarias, que siempre daba mucho trabajo para hacerlo funcionar, empezó a marchar solo. El tío decía que esas eran señales del abuelo. Si alguien no le gustaba, hacía barullo para que se fuera.
A mí me encantaba estar en la panadería. Además ni me preocupaba el asunto del fantasma, porque sabía que era mi abuelo, y estaba seguro de que me cuidaba en todo momento.
Me gustaba pasarme horas y horas adentro, sentir cómo temblaba el piso cuando funcionaban todas las máquinas. Ese concierto era tan aterrador como emocionante. Tenía un encanto especial escuchar el estruendo ensordecedor de todos los engranajes de las maquinarias, los chirridos de los ejes y poleas y el tableteo forzado del bravo motorcito, que afuera y bajo un techito no paraba de marchar y echar humo.
Pero la peor señal del fantasma, la más terrible y sangrienta que se vio, ocurrió una tardecita cuando todos estaban trabajando.
Monchito atendía el fuego, limpiando y preparando el horno. Mi tío controlaba la gran batea de la mezcladora, que con sus brazos de acero revolvía la mezcla de agua, harina y sal. Felipe amasaba en la sobadora, tirando una y otra vez el gran pedazo de masa entre los dos poderosos rodillos de acero. La masa salía aplastada y muy finita, y así la hacía pasar unas cuantas veces hasta que estuviera a punto para hacer los panes y galletas.
Ese día había una persona más, ya que desde hacía una semana tenían un ayudante nuevo, Carlitos, que se encargaba de tareas menores y de la limpieza.
La verdad es que el muchacho nuevo era medio mala vuelta, retobado y peleador. Al tío ya le habían dicho eso, pero él dijo: “Vamos a ponerlo a prueba unos días, a lo mejor no es tan malo como dicen”. Esa tardecita cuando empezaron a trabajar, el tío se dio cuenta de que Carlitos estaba medio borracho; parecía que se había pasado con el vino. Entonces le advirtió que la próxima vez no lo dejaría trabajar más.
Por si fuera poco, Carlitos estaba peleado y casi no se hablaba con Felipe, porque hacía unos años, cuando iban a la escuela, éste le había sacado una novia. Desde el primer día habían discutido varias veces dentro y fuera de la panadería. Una vez casi se agarran a las piñas.
Así, en pleno trabajo y en cierto momento mientras Felipe amasaba en la sobadora, Carlitos pasó por detrás y le dio una flor de piña en la espalda que lo dejó sin aire, y ahí nomás lo empezó a patear y a darle más trompadas.
Cuando los demás se dieron cuenta, vieron el momento justo en que Carlitos agarraba del costado de la sobadora el cuchillo de cortar masa, que era un cuchillo grandísimo y muy filoso. Entonces todos empezaron a gritar que no hiciera eso, que no fuera loco y que dejara el cuchillo.
El pobre Felipe intentaba recuperarse de todos los golpes recibidos y Carlitos ya se le tiraba encima con el cuchillo, pero como estaba medio borracho perdió el equilibrio y se recostó en la sobadora. En ese preciso instante, apareció el fantasma para ayudar a Felipe.
La sobadora tiene muchos engranajes que están afuera, que se ven y que giran cuando la máquina está trabajando. Son peligrosos, porque tienen como unos dientes gigantes que dan vueltas y vueltas. Cuando Carlitos se recostó en la sobadora, los engranajes mordieron el delantal y la camisa y lo llevaron contra la máquina. Él, desesperado, tiró el cuchillo y quiso desenganchar sus ropas pero... los engranajes le agarraron la mano, y ahí sí que fue terrible.
Dice el tío Aldo que a pesar de todo el ruido de las máquinas, ellos escucharon bien clarito como crujían y se rompían los huesos cuando la máquina le aplastó la mano. Carlitos gritaba de dolor, lloraba y pedía socorro. En medio de esa tragedia todos ya se habían acercado y uno de los muchachos corrió afuera a apagar el motor, pero hasta que llegó y lo apagó, la mano de Carlitos ya se había destrozado.
La participación del fantasma fue muy clarita: había empujado a Carlitos contra los engranajes para que no lo matara a Felipe. A mí me pareció que el abuelo hizo bien, porque es mejor que a uno le falte una mano y no que lo maten al otro.
Bueno, la cosa es que el tío Aldo, que sabía mucho de medicina y enfermería, le ató el brazo con un piolín para que no se desangrara más, ya que había perdido la mano enterita y la sangre le chorreaba como si hubieran degollado una gallina.
Enseguida lo llevaron en sulky hasta La Leonesa y lo atendieron en el hospital, pero Carlitos igual quedó manco para siempre.
Después de ese asunto, todos ya estaban seguros de que las cosas raras que ocurrían en la panadería se debían al fantasma, pero también estaban contentos porque vieron que el fantasma hacía justicia. No había que pelear, ni tomar vino, ni tampoco avivarse o quedarse dormido cuando trabajaban.
Desde ese día y gracias al fantasma, nadie más se hacía el loco en la panadería.

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